Tú, Padre de todos nosotros,
sales a nuestro encuentro, aunque te hayamos fallado,
nos recibes de nuevo una y mil veces,
nos esperas con los brazos abiertos
y nos entregas el anillo de tu confianza.
Nosotros, en cambio, nos ponemos furiosos,
cuando a otros nos parece que les tratas mejor,
nos quejamos de nuestra suerte
y sentimos envidia de otros hermanos,
juzgando tu comportamiento amoroso e incondicional.
Y es que tú, Padre, tienes un corazón blando,
al que nada le hiere, más que nuestro desamor,
al que sólo le preocupa nuestra felicidad,
y que sólo desea que nos amemos como hermanos.
Ayúdanos a no volvernos exigentes con nadie,
a pedir perdón por nuestros errores, con humildad,
a aceptar que otros tengan mejor suerte,
a sentir con el otro, a amarle desde el adentro,
a captar lo que vive y a tratarle como le tratas tú.
El hijo pródigo no volvió sólo a la casa de su padre, volvió a una familia. Si nos damos cuenta de que el que se ha ido de casa es nuestro hermano y no un extraño, le recibiremos también con alegría.
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